miércoles, 27 de febrero de 2013

“En la vejez seguirá dando fruto” BENEDICTO XVI Y EL GRANO DE MOSTAZA"...el Papa está convencido, en realidad, de que la verdadera renovación de la Iglesia no puede partir de las masas, sino sólo de los pequeños movimientos, como es testimoniado varias veces en la historia de la Iglesia y cómo hoy es visible, por ejemplo, en los nuevos movimientos eclesiales que no han sido proyectados por las instancias oficiales de la Iglesia y que precisamente por esto pueden ser considerados un don del Espíritu Santo en la situación de la Iglesia post-conciliar...“hay una única Iglesia para todos, que no hay iglesias de élite ni iglesias de elección”: “La Iglesia no es un mercado en el cual cada uno busca su grupúsculo, sino una familia en la cual no me busco a mis hermanos sino que los recibo como don de Dios...”











A lo largo de la historia de la Iglesia, Dios ha llamado siempre a hombres sencillos que, sumergiéndose personalmente en el Evangelio, pudiesen renovar la Iglesia desde dentro.

El Papa Benedicto XVI no quiere en absoluto volver atrás, sino ir en profundidad como el grano de mostaza que crece sólo desde la profundidad de la tierra.


Dijo el Papa Benedicto XVI:

“Estoy ante la etapa final de mi vida, y no sé lo que me espera. Pero sé que existe la luz de Dios, que Él ha resucitado y que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad. Que la bondad de Dios es más fuerte que todo el mal de este mundo. Y esto me ayuda a caminar con seguridad”.

“Las grandes cosas comienzan siempre en un grano de mostaza"




La comparación con el grano de mostanza no muestra solamente que las grandes realidades comienzan en lo pequeño, según aquel principio elemental que Pierre Teihard de Chardin, en su pensamiento sobre la evolución, ha llamado la ley de los orígenes invisibles; tal comparación pone más bien en evidencia el principio basilar operante en toda la historia de Dios con la humanidad que le pertenece y que el Papa Benedicto XVI ha definido “predilección por lo pequeño”.

En la incomensurable vastedad del cosmos y entre la infinita cantidad de planetas y galaxias, Dios ha elegido la Tierra, este pequeño grano de polvo, para su acción salvífica. Sobre esta pequeña tierra, Dios ha elegido de entre todos los pueblos a Israel, un pueblo prácticamente impotente en el plano político, como columna portadora de su historia con nosotros, los hombres. En Israel, Dios ha elegido el modesto lugar de Belén para acercarse como hombre a nosotros, los hombres. En Belén, Dios ha elegido a una mujer desconocida y poco importante, María, para poder entrar en nuestro mundo. A lo largo de la historia de la Iglesia, Dios ha llamado siempre a hombres sencillos que, sumergiéndose personalmente en el Evangelio, pudiesen renovar la Iglesia desde dentro.

El grano de mostaza no es sólo una comparación de la esperanza cristiana, sino que evidencia también que lo grande nace de lo pequeño no por medio de cambios revolucionarios y tampoco porque los hombres asumamos la dirección de ello, sino porque esto ocurre de modo lento y gradual, siguiendo una dinámica propia. Frente a esto, la actitud cristiana sólo puede ser de amor y paciencia, que es la forma cotidiana del amor. La comparación con el grano de mostaza nos conduce también al corazón del pensamiento teológico de Benedicto XVI, que es el amor: el amor de Dios por los hombres, inimaginable y sin embargo correspondiente al logos, y la respuesta humana a este amor divino que puede realizarse solamente en el amor a Dios y a los hombres.

A la luz del amor, en la comparación de Jesús del grano de mostaza, el acento no está puesto únicamente en la planta que se vuelve grande, sino en la semilla y, por lo tanto, en la esperanza en el tranquilo crecimiento en la paciencia, precisamente porque Dios mismo juzga y aprecia la paciencia como hermana particularmente sensible del amor y por este motivo hace continuamente surgir lo grande de lo pequeño. La comparación está destinada a despertar en nosotros la alegría por lo bello que está intímamente vinculada a la esperanza y nos conduce al misterio de Dios y de su historia salvífica, como subrayó Benedicto XVI en su encuentro con los artistas: “El camino de la belleza nos conduce, entonces, a tomar el Todo en el fragmento, el Infinito en lo finito, Dios en la historia de la humanidad”.

Por el contrario, los hombres estamos siempre tentados de tomar lo particular por el todo, de intercambiar lo finito por lo infinito, y, en consecuencia, poner el acento, en la comparación de Jesús, en el crecimiento; quisiéramos, con nerviosa impaciencia, tener muy velozmente un gran árbol robusto y, si es necesario, contribuir a esto con nuestras manos, en nuestro esfuerzo de divisar de inmediato un resultado respetable, y en la pastoral corremos el riesgo de confundir la cura de almas con la preocupación por el número. Esta tentación podría derivar esencialmente del hecho de que el pensamiento teológico y la pastoral del Papa Benedicto XVI están constantemente expuestos a graves malentendidos, de los cuales podemos recordar brevemente aquellos expresados con más frecuencia.

Una crítica muy difundida considera que al Papa no le importa la gran Iglesia de pueblo – las “masas”-; él apuntaría más bien a la pequeña grey y se contentaría con ella. En esta crítica es cierto solamente que el Papa está convencido, en realidad, de que la verdadera renovación de la Iglesia no puede partir de las masas, sino sólo de los pequeños movimientos, como es testimoniado varias veces en la historia de la Iglesia y cómo hoy es visible, por ejemplo, en los nuevos movimientos eclesiales que no han sido proyectados por las instancias oficiales de la Iglesia y que precisamente por esto pueden ser considerados un don del Espíritu Santo en la situación de la Iglesia post-conciliar. A los ojos del Papa, sin embargo, cumplen su misión eclesial sólo si actúan como levadura en la Iglesia, haciendo visible que “hay una única Iglesia para todos, que no hay iglesias de élite ni iglesias de elección”: “La Iglesia no es un mercado en el cual cada uno busca su grupúsculo, sino una familia en la cual no me busco a mis hermanos sino que los recibo como don de Dios”. Con la comparación del grano de mostaza, el Papa subraya que la acción en la Iglesia debería tener como punto de referencia su misterio y no exigir tener de inmediato un gran árbol. La Iglesia es, al mismo tiempo, grano de mostaza y árbol, y el Papa lo subraya precisando que “tal vez nosotros deberíamos, la Iglesia debería, encontrarse frente a grandes pruebas (1 Tesalonicenses 1, 6) para aprender de nuevo de qué vive también hoy, vive de la esperanza del grano de mostaza y no por la fuerza de sus proyectos y de sus estructuras”.

Otra crítica más profunda y a menudo repetida sostiene que el Papa Benedicto XVI ha dado marcha atrás y quiere volver a antes del Concilio Vaticano II. Quien no confía ciegamente en los pocos medios de comunicación, que no ofrecen informaciones serias sino sólo entretenimiento, y presta atención en forma autónoma a lo que el Papa hace y dice, puede bien pronto darse cuenta de que el Papa no quiere absolutamente volver “atrás”, como hoy se le reprocha públicamente desde varios sitios, ya sea por ignorancia o por pertenencia a aquellos teólogos que, aún teniendo los conocimientos necesarios, tienen a menudo discursos populistas y sostienen intencionalmente lo contrario a nivel público, confundiendo la honestidad científica con la agitación en política eclesial. El Papa Benedicto no quiere en absoluto volver atrás, sino ir en profundidad como el grano de mostaza que crece sólo desde la profundidad de la tierra. Al Papa, por tanto, no le importan las reformas individuales, le importa que el fundamento y el corazón de la fe cristiana vuelvan a resplandecer. Aspira a una simplificación de la fe cristiana, como ha anunciado hasta ahora ejemplarmente en sus tres encíclicas.

Es tarea urgente de la actualidad elaborar estas y otras críticas y prejuicios, presentando la verdadera fisonomía del pensamiento teológico y del magisterio del Papa Benedicto XVI. En los últimos cinco años he tratado de afrontarlo lo mejor que he podido y en la medida en que mi cotidiano y minucioso trabajo de obispo me ha dejado tiempo para ello, persuadido de que forma parte también de la responsabilidad de un obispo local ayudar a los fieles a orientarse en la confusión de los actuales puntos de vista y en el ruido de las informaciones mediáticas, en la desinformación apuntada y en las deformaciones manipuladas. Con la publicación del presente libro, espero poder ofrecer a un círculo más amplio una ayuda para la orientación y el discernimiento de los espíritus. He asumido esta tarea no en último lugar por la convicción de que hay situaciones en la vida de la Iglesia en que la misión que Jesús ha confiado a Pedro durante la Última Cena, y que vale también para su sucesor, “confirma a tus hermanos” (Lucas 22, 32), debe ser aplicado también a la inversa y precisamente que un obispo local sienta como su deber sostener al Sucesor de Pedro en su importante oficio. A él me vincula sobre todo la irreductible esperanza de que no hay Pascua sin Viernes Santo, pero de que a cada Viernes Santo sigue la Pascua, y que en esto consiste el fundamento más profundo de la alegría cristiana. En esta alegre esperanza estamos bien aconsejados si en el actual Viernes Santo de la Iglesia dirigimos nuestra atención no sólo a los sonoros golpes de la destrucción, sino sobre todo a la silenciosa venida de vida nueva de la noche de Pascua, que trae en sí misma el desarrollo orgánico en el secreto del grano de mostaza.

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