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15 de Junio de 1976
ORGANIZAR LA DEFENSA
Escribe, hijo mío:
Te he dicho que las legiones rebeldes están compuestas por un número grandísimo de Diablos. Son una ilimitada multitud; vosotros no podríais abarcar con vuestra mente la extensión de ellos.
No todos obran con igual perfidia; lo que quiere decir que se diferencia la gravedad de su pecado.
Pero todos sin excluir uno, obran para el mal. Se rebelaron contra Dios y ahora conocen la más feroz tiranía de su líder, Satanás, y de su estado mayor. Pertenecen, también en el Infierno, a diferentes jerarquías.
Todos odian a la Virgen Santísima, todos odian la humanidad, todos cultivan, junto con el odio, unos profundos celos contra los elegidos y una tremenda envidia por vosotros viandantes en la tierra, por el miedo de que también vosotros vayáis a salvaros.
En ellos no hay ningún sentimiento de piedad: - son incapaces de esto - sino sólo sadismo. Vosotros no conocéis y ni siquiera podéis imaginar la atrocidad con la que desfogan sus pérfidos sentimientos sobre las víctimas que caen bajo sus garras.
Se trata de aquellas personas que han podido ligar a ellos, que se han hecho sus instrumentos, que se han entregado en alma y cuerpo a los Demonios. Creed que no son pocos, y también varios de vuestra generación tienen personal experiencia de ello.
¿Qué esperan aún?
Ahora, hijo, pon buena atención. Imagina un ejercito formidable por el número de guerreros, por la potencia de las armas y bien armado, que ha tomado posición con según un plan inteligentemente preparado y predispuesto hasta en sus más mínimos detalles.
Este colosal ejército, más potente por naturaleza y por organización, se pone al ataque contra una Iglesia y una sociedad humana que, a pesar de tener un considerable número de soldados, de oficiales y de generales, no sabiendo o no recordando que tiene un enemigo aguerrido y lleno de odio, no piensa lo más mínimo en defenderse.
Es más, se ríe de los pocos que hablan de esto y que quisieran organizar una defensa. Estos son tachados de demencia o manía religiosa.
Mientras tanto el enemigo, buscando esconder con arte las propias fuerzas, aprovechando la honradez del adversario, se insinúa por todas partes, se adueña de los puestos clave y coloca a sus agentes por todas partes y así llega a adueñarse de los adversarios. Hay aquí y allá núcleos de resistencia, pero el enemigo atrevido por sus éxitos, no se preocupa.
En este punto, convencido de tener ya la victoria en el puño, reaccionará con ferocidad tal de desconcertar ante cualquier tentativa seria del adversario. Querido hijo, tú bien sabes, por experiencia personal, cómo el enemigo no tolera ningún movimiento defensivo, mejor dicho, cómo trata de prevenir cualquier movimiento contra él.
En esta delicada situación ¿Qué esperan aún los Obispos para bajar de sus tronos, para salir de sus palacios, para empuñar las riendas de mando e instruir y guiar a sus soldados, los cristianos, al contraataque?
¿Saben o no saben que no tiene importancia la superioridad sólo aparente del enemigo, ya que si, seguidos por sus sacerdotes, inmunes de las herejías del día y de la anemia que ha debilitado y contagiado a tantos, hacen esto, su éxito está asegurado y a ellos será dada la victoria?
Fuera la presunción!
Hijo, ¿Cuántas veces debo decirlo, que Yo he vencido al mundo con la humildad, la pobreza y la obediencia? ¡Es con estas virtudes, es con su sí que mi Madre y vuestra ha hecho posible la Redención!
¿Cuántas veces debo deciros que el amor es más fuerte que el odio?
Obispos y sacerdotes se convenzan de realizar esas reformas que han proclamado con el Concilio y que, por las interferencias y la acción del Infierno, han sido tan malamente aplicadas.
Si se decidieran de una vez a tomar el camino justo, y soy Yo el Camino seguro, entonces Yo estaré con ellos y la Iglesia rejuvenecerá y pronto conocerá un esplendor jamás hasta ahora visto.
¿A qué se espera todavía? ¡Fuera los prejuicios, fuera la presunción!
Oren para que la luz ilumine el camino a recorrer, y ¡adelante!
Hijo, conozco tu estado de ánimo. Por lo que Yo te he hecho ver, tú ahora sufres porque quisieras que también los demás vieran.
Te bendigo. Ámame
(“Confidencias de Jesús a un Sacerdote” – Mons. Ottavio Michelini)
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